No era profesional, ni correcto, y, por supuesto, jamás se lo reconocería a la hora del almuerzo a ninguno de sus colegas del Geneva Medical College; pero mientras el 22 de noviembre de 1847 rajaba con el bisturí el cadáver amoratado de su clase de Anatomía, el profesor James Webster recordó la historia de El rey desnudo, la fábula publicada años antes por Hans C. Andersen sobre aquel incauto emperador que un buen día se descubrió contoneándose en paños menores entre sus súbditos.
Ante sí, en la sala de disección de la Escuela de Medicina, Webster tenía el cuerpo de una mujer joven, de cerca de 30 años. Por sus callosidades, la musculatura de brazos, cuello y espalda y la tonalidad cobriza que empezaba a apagarse en su frente, el veterano maestro de Geneva se hubiese atrevido a apostar un cuarto de dólar a que se trataba de una de las lavanderas que trabajaban de sol a sol a orillas del lago Séneca. La causa del deceso estaba clara también: la desdichada había fallecido de fiebre puerperal a los pocos días de dar a luz.
En condiciones normales el análisis inicial de James Webster se habría ceñido a ese par de pinceladas sobre el cadáver. Aquella clase de finales de otoño de 1847 sin embargo no era una lección de Anatomía convencional. Y al veterano profesor le costaba horrores mirar más allá de la desnudez amoratada del cuerpo. «¿No lo veis? El emperador anda en cueros!”, susurró el galeno mientras completaba la incisión en el pubis con el bisturí. Casi de inmediato, Webster recordó la moralina de aquella vieja fábula rescatada diez años antes por Andersen: hay creencias que se mantienen en pie solo por obra y gracia de la estupidez.
El maestro de Anatomía dejó el escalpelo a un lado del cadáver, levantó la cabeza y recorrió con la vista a sus alumnos, una veintena larga de jóvenes que se removían y murmuraban inquietos en sus bancos. En la quinta fila alcanzó a ver cómo dos de ellos se pasaban una nota a hurtadillas, con gestos torpes. «¡Silencio y presten atención, por favor, caballeros”, rogó Webster.
Aunque la frase le salió de forma espontánea, casi sin pensarla, el catedrático no pudo evitar que su voz vacilase al pronunciar la última palabra («caballeros”). Su desliz avivó aún más los cuchicheos de los alumnos. Webster suspiró, ladeó la cabeza y miró a la joven que no quitaba ojo de la disección desde las sombras del fondo de la sala, a cierta distancia del resto de sus compañeros. «¿Todo bien, señorita Blackwell?”.
La estudiante asintió. Las sombras del fondo del aula impedían a Webster distinguir sus facciones con claridad, pero adivinaba su mirada decidida y el rictus serio y firme de su boca.
La agitación en el aula subió un grado.
Los murmullos, in crescendo.
Y el cadáver sobre la mesa de disección –al igual que el rey en el relato de Andersen– pareció reafirmar su desnudez.
La clase de anatomía que impartió James Webster el 22 de noviembre de 1847 en la Escuela de Medicina de Geneva, en el estado de Nueva York, no fue convencional. No conocemos los detalles de cómo transcurrió, ni qué pensaba el bregado doctor mientras la recitaba, pero sí que fue tensa, embarazosa, y que aquella incomodidad poco tenía que ver con la susceptibilidad de los estudiantes ante la disección de un cadáver.
El motivo tenía nombre propio. Y apellidos. Lo que causaba revuelo en el aula –al igual que en la de Anatomía los días en que se abordaba el aparato reproductivo– era la presencia de una alumna, Elizabeth Blackwell, la primera mujer matriculada en la Escuela de Medicina de Geneva y –andado el tiempo, en 1849– la primera ciudadana también de todo Estados Unidos en lograr un diploma oficial que la habilitaba como doctora.
Dentro y fuera de las aulas de Geneva, Blackwell, mujer de carácter férreo, tuvo que batallar contra prejuicios y trabas. A lo largo de su vida destacó por su figura pionera en la medicina estadounidense y por la defensa de la educación de las mujeres, el abolicionismo y su sensibilidad social. No lo tuvo fácil. Los reparos de sus colegas y profesores a tratar determinados temas en su presencia –el doctor James Webster llegó a sugerirle que se mantuviera alejada del aula las jornadas que se impartieran lecciones sobre anatomía reproductiva– fueron solo una de las dificultades con las que tuvo que lidiar. Otra, bastante peor, se la encontró cuando quiso ejercer como galena.
En cuestión de meses –el 3 de febrero de 2021– se cumplirán 200 años del nacimiento de Elizabeth Blackwell, la primera mujer en la historia de EE. UU. en lograr un título oficial de medicina.
Aunque nació en una familia próspera, con contactos e inquietudes intelectuales de las que se favorecieron tanto ella como sus ocho hermanos, Elizabeth tuvo que batallar con la vida desde muy joven. La futura médica nació el 3 de febrero de 1821 en Bristol, Inglaterra, hija de Hannah Lane y Samuel Blackwell, propietario de un negocio de refinado de azúcar.
Una de las prioridades de Samuel y Hannah Lane fue que su vasta prole disfrutase de una buena educación. Y lo quisieron además tanto para sus hijos varones, como para Elizabeth y el resto de sus hermanas. La tranquilidad de la familia saltó por los aires sin embargo a comienzos de la década de 1830, cuando un incendio destruyó la factoría que sostenía sus finanzas. Bristol padecía por entonces fuertes disturbios sociales. En 1831 el Gobierno tuvo que desplegar de hecho a tropas de los regimiento Dragoon Guards para sofocarlos y aplacar a los alborotadores.
Hacia 1832 los Blackwell decidieron embarcarse y probar fortuna al otro lado del Atlántico, en EE. UU. Años después encontramos a la familia instalada en Nueva York, por entonces una bullente ciudad portuaria de entre 200 000 y 300 000 almas. Allí abrió Samuel una nueva fábrica y se implicó en la lucha abolicionista. La familia llegó incluso a ayudar a esclavos que huían a Canadá y trabó amistad con William Lloyd Garrison, editor del periódico abolicionista radical The Liberator y uno de los principales impulsores de la Sociedad Antiesclavista Estadounidense.
A mediados de la década de 1830 y tras sufrir otro serio revés en los negocios, los Blackwell se trasladaron primero a Jersey City, en Nueva Jersey, y más tarde a Cincinnati, Ohio. La desgracia no tardaría en golpearlos. Tras una breve enfermedad, a comienzos de agosto de 1838 fallecía Samuel. Al dolor por la pérdida del patriarca, Elizabeth, su madre y hermanos sumaban el agobio de encontrarse con un paupérrimo fondo de 20 dólares para subsistir. Obligadas a buscar una vía de ingresos rápida, a las pocas semanas Hanna Lane, Elizabet y sus dos hermanas mayores, Anna y Marian, decidían acoger huéspedes y abrir en Cincinnati una escuela privada destinada a educar señoritas.
Años más tarde, en 1842, Elizabeth se traslada a Henderson, en Kentucky, para trabajar como maestra. Su estancia en el estado sureño fue fugaz. La joven se encontró con actitudes racistas que colisionaban con su convicción abolicionista y no tardaron en llevarla a dejar su puesto para mudarse a Carolina.
Aunque gracias a la autobiografía publicada por la propia Elizabeth Blackwell en 1895 (Pioneer Work in Opening the Medican Profession to Women) sabemos que en un principio se sentía inclinada hacia el estudio de la Filosofía e Historia y que «la sola idea de pensar en la estructura del cuerpo y sus diversas dolencias” le producía «asco”, poco a poco la joven maduró la idea de dedicarse a la medicina. Se cuenta –en un historia con ciertas reminiscencias a la de Agnódice— que en su decisión jugó un papel clave una de sus amigas. Ya moribunda, la mujer habría confesado a Elizabeth que si en vez de un hombre la hubiera atendido una doctora se habría ahorrado no poco dolor.
«La idea de obtener un título de médico asumió de forma gradual el aspecto de una gran lucha moral, y la lucha moral me atrajo inmensamente”, llegaría a escribir la joven británica. En 1844 la encontramos en Asheville, donde imparte clases y se aloja con el reverendo John Dickson, clérigo de formación médica. En su biblioteca Elizabeth recibe sus primeras lecciones sobre el oficio de Hipócrates. Una cosa era sin embargo estudiar nociones sobre anatomía o dolencias de forma independiente y otra muy distinta –y bastante más complicada– acceder a una escuela de medicina dispuesta a formarla y otorgarle un título.
Elizabeth solicitó el acceso a todas las escuelas de medicina de Nueva York y Filadelfia. Sin éxito. Lo intentó en otra docena de centros más pequeños y jóvenes repartidos por el noroeste de EE. UU. Sin éxito también. O casi. Por un quiebro del destino en 1847 consiguió plaza en el Colegio Médico de Geneva, al oeste del estado de Nueva York. Al no encontrar razones objetivas para oponerse a la solicitud de Blackwell, y quizás en un intento por lavarse las manos ante posibles reclamaciones, la dirección de la facultad decidió consultar a sus alumnos sobre si querían o no compartir aulas con una mujer. Los estudiantes –cuenta la historia– lo tomaron como una broma y votaron que sí.
Lógicamente, no se trataba de un farol del director.
Poco después Elizabeth Blackwell se presentaba en la escuela de Geneva, un centro joven, fundado apenas una década y media antes. La presencia de una alumna en las aulas de medicina de Estados Unidos en la década de 1840 resultaba tan chocante que algunos galenos liberales y de mentalidad abierta, como Joseph Warrington, llegaron a aconsejar a Elizabeth que para estudiar medicina debía mudarse a París y probar fortuna allí vestida como un hombre, un camino —del travestismo— similar al que habían seguido ya antes otras mujeres, como la irlandesa Margaret Ann Bulkley, más conocida como James Miranda Barry (1795-1865); o Enriqueta Fávez (1791-1856) en Cuba.
Elizabeth llegó a Geneva en noviembre de 1847. Ella misma dejó constancia por escrito de la «conmoción” que generó su presencia en el claustro e incluso el vecindario de la villa. Otra de las sorpresas que se llevó fue ver cómo el doctor James Webster, uno de sus apoyos, le sugería que se mantuviera lejos de la escuela los días en que se explicase la anatomía reproductiva. De poco sirvió. Y las notas que se conservan sobre aquella clase de disección del 22 de noviembre de 1847 en la que Webster podría cortar con su bisturí el ambiente del aula lo constatan.
La joven inglesa estaba decidida sin embargo a lograr su objetivo y, poco a poco, consiguió demostrar su valía en las aulas. Y con creces. En febrero de 1849 el Buffalo Medical Journal publicaba su tesis, centrada en el tifus, enfermedad con la que se había familiarizado durante su estancia en el Blockely Almshouse de Filadelfia. Ese mismo año se convertía en la primera mujer en graduarse en medicina en EE. UU. Para reafirmar su logro lo hizo además a la cabeza de su promoción.
La carta redactada por su hermano Henry Blackwell el 23 de enero de 1849, en la que detalla a su familia cómo había sido la ceremonia de graduación, nos permite colarnos 170 años después en aquella cita histórica. Sus palabras destilan orgullo: «El presidente se quitó el sombrero, se levantó y se dirigió a ella en la misma fórmula , sustituyendo a Domina por Domine le presentó el diploma. Nuestra hermana se acercó y paró frente a él con mucha dignidad, se inclinó y dio media vuelta para retirarse; pero de repente se volvió y respondió: ‘Señor, gracias. Con la ayuda del Altísimo será el esfuerzo de mi vida arrojar honor sobre su diploma’. Con lo cual ella se inclinó y el presidente hizo una reverencia. El público aplaudió”.
Pocos meses después de licenciarse y tras conseguir la ciudadanía estadounidense, Elizabeth decidió embarcarse rumbo a Inglaterra con el fin de proseguir con sus estudios. De allí, en mayo de 1849 se traslada a París, donde ingresa en La Maternité para capacitarse como partera. A pesar de que Blackwell disponía de un título que la acreditaba como galena, el acceso lo hizo en las mismas condiciones que cualquier otra alumna. Como parte de su formación, Elizabeth trabajó en el área de obstetricia y en la maternidad de La Maternité parisina. Su labor en el centro francés la marcó mucho más allá del ámbito formativo.
En noviembre de 1849, mientras atendía a un bebé con conjuntivitis neonatal, la joven se contaminó su propio ojo izquierdo. La infección fue tan grave que le quedó inutilizado, discapacidad que frustró su ambición de convertirse en cirujana. Poco después, en 1850, la encontramos practicando en el Hospital St. Bartholomew de Londres. Allí, en Inglaterra, conoció a Florence Nightingale, precursora de la enfermería profesional y con quien entablaría una amistad que duraría años.
Durante el verano de 1851 Elizabeth decide regresar a Estados Unidos y se embarca rumbo a Nueva York. Pese a su título de la Geneva Medical College y los estudios y experiencia acumulados en Filadelfia, París y Londres, los hospitales de la metrópoli cerraron sus puertas a la galena. Poco importó a Blackwell. Si los dispensarios de la Gran Manzana optaban por vetarle el paso, ella misma se abriría uno propio. Compró una casa e impulsó una consulta privada en la que empezó a prestar asistencia a mujeres y niños, labor que compaginaba con la redacción de conferencias sobre sanidad que más tarde publicaba a modo de manuales. En 1852 lanzó, por ejemplo, el ensayo Las leyes de la vida; con especial referencia a la educación física de las niñas.
Hacia 1856 se incorporó al dispensario su hermana Emily. La graduación de Elizabeth en 1849 –de la que se hicieron eco los periódicos– se había convertido en una gesta que inspiraría a lo largo de las décadas siguientes a otras mujeres con vocación médica. Entre esas pioneras de EE. UU. se encontraban Emily y dos de sus sobrinas.Codo con codo con Emily y la doctora Marie Zakrzewska, en 1857 Elizabeth abría en el número 64 de Bleecker Street la Enfermería de Nueva York para Mujeres y Niños.
Su objetivo no era solo atender a los neoyorkinos pobres. Consciente de las dificultades que se encontraban las sanitarias a la hora de formarse, Elizabeth quería impulsar un centro desde el que proporcionar trabajo y experiencia a las estudiantes de medicina y enfermería. A comienzos de la década de 1860, las hermanas contribuyeron a organizar la Asociación Central de Socorro de Mujeres y formaron a enfermeras para que prestasen servicio durante la Guerra de Secesión, una sangrienta contienda que se prolongó hasta abril de 1865 y dejó cientos de miles de muertos. Las hermanas Blackwell siguieron cuidando también de afroamericanos que huían del sur y viudas de soldados.
Ofrecer un lugar donde ganar experiencia no era suficiente sin embargo para Elizabeth, quien no tardó en fijarse otra meta: abrir una facultad para mujeres. El Woman’s Medical College of the New York Infirmary arrancó en 1868 y se unió al centro de enfermería que ya existía. El proyecto empezó con 15 alumnas y contó con la colaboración de Rebecca J. Cole (1846-1922), la segunda mujer negra graduada en medicina en EE. UU. La primera, Rebecca Lee Crumpler, había logrado su título poco antes.
Cuando el proyecto quedó encarrillado la mayor de las hermanas Blackwell volvió a hacer las maletas y se trasladó a Inglaterra. Años antes, a comienzos de 1859 –y gracias a la Ley Médica de 1858 y su regulación de las titulaciones extranjeras–, Elizabeth se había convertido ya en la primera mujer en ver cómo su nombre se incorporaba al registro médico británico. Ironías del destino, Margaret Ann Bulkley llevaba por entonces décadas ejerciendo la medicina entre las tropas de Su Majestad. Eso sí, bajo la falsa identidad del doctor James Miranda Barry.
Con su titulación validada en Inglaterra, Blackwell ejerció en Londres y ayudó a organizar la National Health Society. Junto a otras pioneras británicas, como las doctoras Sophia Jex-Blake, Elizabeth Garrett Anderson o su hermana Emily Blackwell impulsó también la London School of Medicina for Women, en la que se encargó de impartir clases. Elizabeth se mantendría activa hasta prácticamente 1907, cuando, con más de 85 años, sufrió una grave caída en Kilmun, Escocia, que la obligó a retirarse.
La pionera fallecía años más tarde, el 31 de mayo de 1910, en Hastings, al sur de Inglaterra. Décadas antes, a mediados de los años 50, había adoptado a «Kitty” Barry, una huérfana.
A lo largo de su carrera, Elizabeth Blackwell batalló por el derecho de la mujer a la educación y sus convicciones sociales, que le llevaron, por ejemplo, a pelear contra la esclavitud y la prostitución y defender la educación sexual de los jóvenes. Dejó además una interesante obra bibliográfica a sus espaldas.
Desde 1949, conmemorando el centenario de su graduación, la Asociación de Mujeres Médicas estadounidenses, otorga todos los años la medalla Elizabeth Blackwell y para reconocer a mujeres que han contribuido de forma destacada a la labor de las doctoras. En 1974 se timbró un sello en EE. UU. en memoria de Elizabeth con un diseño de Joseph Stanley Kozlowski.
«No podemos permitirnos olvidarla”, dejó escrito Zakrzewska.
Bibliografía
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Sobre el autor
Carlos Prego Meleiro (@CarlosPrego1) es redactor en Faro de Vigo. Colabora con las webs de divulgación Acercaciencia y E-Ciencia.